Una camiseta de tirantes gris oscura, como su estado de ánimo, deja que se vea parte de un tatuaje de un pulpo. Los tentáculos se extienden hasta alcanzar la sutileza de sus delicados hombros.
Antes de salir de casa se abriga con una sudadera y sobre ella, una descolorida cazadora. Por último, se coloca unas gafas de imitación de ray-ban para ocultar unos ojos achinados debido a aquel matutino amigo que sostiene entre sus dedos.
Mira, como puede, a lo lejos. La carretera sigue y sigue, pero nunca cambia, es siempre igual. Tiene la misma monotonía que su propia vida. Sin principio ni fin, sin final feliz. No hasta que ella no quiera cambiarlo, no hasta que ella decida volver a nacer. Tras la última calada, echa a andar.
Apenas recuerda las personas que le regalaron las pulseras de hilo que luce en su muñeca, ya ni siquiera intenta recordarlas. Vive en su día a día, en su rutina.
Sus pies la frenan frente al bar de siempre y se sienta en una fría silla de metal, desafiando al cielo y al mal tiempo que poco tardarán en hacerse notar.
Pero de mientras, con solo alzar una mano indica al camarero que le traiga el café con leche sin azúcar de siempre y se enciende un cigarro.
Recoge su melena castaña descuidada en un moño improvisado y se ata los botones de su cazadora vaquera mientras observa a la gente.
En la tienda de en frente los chinos ya empiezan a abrir sus puertas mientras el viejo señor Dominguez los mira con desprecio y poca cara de amigos. Desde que abrieron, su droguería ha vendido menos que de costumbre.
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