jueves, 3 de febrero de 2011

Muere la magia

"...él siempre acababa en un rincón, siempre añoraba días felices hoy ausentes pero cuando el respeto se pierde, muere la magia..."
No hay aviso, pasa sin más.
En esas temporadas en los que su vida se resumía en apuntes de anatomía, Irene tenía más tiempo para pensar. No debería de ser así, es cierto, pero es que los folios llenos de palabras y vacíos de sustancia la incitaban a huir. Le tentaban a escapar para luego volver y aterrizar torpemente en la cruda realidad.
Esta vez frecuentaba su mundo más que de costumbre probablemente debido a que le dolía más de lo normal el aborrecido “aterrizaje”. ¿El motivo? Muy simple, el tiempo se le había ido de las manos. Se le había hecho irremediablemente tarde.
Sin embargo, una vez más Irene estaba parcialmente en su mundo. Esta vez volvía de la universidad. Una dura jornada le había hundido la moral y la tarde de estudio que se le presentaba no le animaba a levantar cabeza. Sentada en el autobús de vuelta a casa, su mirada deambuló entre los rostros desconocidos del vehículo. Sus ojos se encontraron con cabezas rapadas, con melenas rubias, gorras, vestidos, ojos verdes y marrones y un par de libros de inglés.
Se levantó apresuradamente cuando se vio a punto de llegar a su parada y con unos leves empujones alcanzó la puerta antes de que se cerrara tras ella.
Comenzó a caminar con la mirada perdida, maldiciendo la cantidad de músculos que un ser humano tenía en su antebrazo hasta que una mirada familiar la hizo bajar de las nubes. Y esta vez, aterrizo de bruces contra el suelo.
Su primer instinto fue sonreír y saltar a sus brazos. De hecho sonrió, pero el hecho de no recibir otra sonrisa a cambio le quitó las ganas de abalanzarse sobre el chico que se acercaba de frente y de repente sus brazos parecieron haberse vuelto de plomo.
Siguieron avanzando sin perder contacto visual y cuando les separaba un metro de distancia el chico paró en seco e Irene, nuevamente guiada o más bien traicionada por sus instintos acortó las distancias para plantarle un par de besos en las mejillas a modo de saludo. Él, en tensión, sólo se limitó a ser educado y a preguntarle por detalles superficiales de su vida, esa misma de la que Irene procuraba huir.
Contenta, agitada y desconcertada Irene respondió sobre una realidad que no le pareció ni propia, pero las respuestas parecieron satisfacer la cortesía del muchacho, así que con unas apuradas palabras a modo de despedida la esquivó y siguió hacia adelante.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos, ella se sentó en el bordillo de la acera un par de minutos antes de reanudar su marcha. Las piernas las sentía cansadas y el corazón acelerado. La alegría de verlo no cuadraba con la rudeza de la despedida. Definitivamente esos aterrizajes forzosos no le gustaban un pelo.
Decidida a no derramar lágrimas en un lugar público, se incorporó y erguida y con los pies en la tierra, marchó a su casa con los apuntes de anatomía bajo el brazo.
/coquini_riquini

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