Esa tarde Ricardo no lograba conciliar el sueño por lo que se levantó del sofá gruñendo y maldiciendo el no haberse podido echar la siesta.
Fue a la cocina a por un vaso que rellenó de lo poco que había sobrado del zumo de naranja que su mujer había preparado aquella mañana.

El silencio de aquel cántabro pueblo permitió a Ricardo escuchar el mujido de las vacas de los campos cercanos a su humilde morada mientras apuraba las últimas gotas del fresco zumo con una pajita. Las mismas gotas que le ayudaron a paliar el seco sabor de la tortita.
Se disponía a poner la radio cuando unos gritos de histeria junto con unas carcajadas le incitaron a aproximarse a la ventana de la cocina.
Descorrió las viejas y pesadas cortinas color verde caqui y cuál fue su sorpresa al ver a dos jovencitas andando en patín bajando a vertiginosa velocidad la cuesta de delante de su casa. Ambas mantenían el equilibrio perfectamente, pero a una se la veía resuelta y desafiante ante la velocidad mientras que la otra no parecía dispuesta a confiar su integridad física a dos ruedas y una tabla.
En cuestión de segundos sus cuerpos se convirtieron en dos puntos en la lejanía que marchaban carretera abajo por los caminos más desconocidos de la comarca. Terminó confundiéndolas con los verdes campos de la costa cántabra y le sirvió para darse cuenta de lo bonito que era aquello.
El mar del norte y las vacas, ovejas y caballos pastando apaciblemente por los esperanzadores campos de los alrededores de Santander mostraban esa paz que todo montañero busca, esa tranquilidad que toda alma ansía y esa inspiración que todo escritor anhela.
Grandísimo viaje S & B.
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